Hay un aspecto de la vida monástica que para algunos de vosotros puede ser desconocido pero qué forma parte de nuestro día a día y que ha formado parte de nuestro vivir para Dios a lo largo de los siglos y como digo lo sigue siendo; y este es: la hospitalidad.
Quizás pensaréis que puede ser contradictorio a nuestra forma de vida, siempre señalada como separada de todo lo que la gente vive diariamente, apartada y escondida y me gustaría haceros ver un poco con este pequeño texto que esto no es así.
La experiencia de Dios y el compromiso con la fe pasa siempre por un compromiso y una cercanía con el otro, o como se dice expresamente en el Evangelio “estar atento a las necesidades del prójimo”, por eso la vida de las monjas tiene que tener también ese pilar fundamental para todo cristiano, sino viviríamos como un poco a la pata coja.
La hospitalidad monástica se da en muchos ámbitos pero en primer lugar con las propias hermanas que formamos la comunidad, ya que debemos de aceptarnos libremente unas a otras y no solo convivir sino amarnos profundamente. Porque la hospitalidad, va de la mano del amor o de lo que para nosotros dominicos es tan cercano, la compasión. Cada día son muchas las personas que se acercan a un monasterio por muchos y variados motivos pero todas ellas deben de ser recibidos como el hermano, el amigo, como el Dios que quiere hacerse presente en nuestras vidas. Desde la compasión, desde el hacerse uno con la otra persona en sus alegrías y en sus tristezas, en sus sueños y en sus desvelos hacemos visible al Cristo presente.
Es para nosotras una gran tarea y una apasionante aventura vivir desde este prisma nuestra vocación de monjas dominicas. Nos ayuda a crecer en el sentimiento de familia, a mantener los pies y el corazón en la tierra a la misma vez que nuestra oración se eleva a Dios.
Los primeros conventos de nuestra Orden, tanto de hermanos como de hermanas, eran llamados casas de misericordia, así que esta hospitalidad, esta forma de entender la compasión, este llevar la oración a la vida nos viene de la mano misma de Santo y de la inspiración que el Espíritu Santo le regaló a la iglesia a través de él. Por eso me gustaría invitaros a acercaros a los monasterios como a vuestro propio hogar, hogar de hermanos y hogar de Dios. Donde todos tenemos cabida, donde todos creceremos juntos en experiencia de Dios y en humanidad, porque el compartir la fe y la vida no nos puede llevar a otra cosa.
Acojamos en nuestra pequeña vida este ser familia de todos, no solo que todos tengan sitio en nuestra oración y corazón, sino que también nuestra vida, nuestros gestos, hasta nuestros sueños vayan encaminados a acoger con corazón sincero y con hermandad a todo el que llega a nosotros de cualquier modo y desde cualquier circunstancia.
En estos momentos donde se le tiene miedo al distinto al que no piensa como yo, al que no reza como yo, al que no escucha la música que me gusta, el que no es de mi equipo de fútbol o mi partido político, demostremos con nuestra acogida, nuestra sonrisa y familiaridad que apostamos por el estar juntos antes de estar solos y que ese vivir y caer y levantarnos juntos nos lleva a Dios y hacer de nuestra entrega oración.