La Sagrada Familia es un templo (todavía en construcción) ubicado en Barcelona. Cualquiera que lo visita queda impresionado por su tamaño, sus formas geométricas y sus detalles. Pero mucha gente se pregunta: ¿Para qué son estos templos tan grandiosos y, siendo sinceros, tan caros?
Las iglesias siempre se han adornado como muestra de amor por aquello que se venera. Entonces lo lógico sería pensar que quien participa en estas construcciones debe ser un gran devoto. ¿Es así? Bueno, en principio es probable. La inspiración por la que se empieza un proyecto de este tipo procede de unos sentimientos que crean la necesidad de expresarlos. Nos encontramos felices y queremos que todo el mundo lo sepa. Pero con el paso del tiempo la mente se acostumbra a esos sentimientos. Ni las experiencias más intensas escapan de la rutina, se convierten en costumbre y finalmente desaparecen. Se trata de una respuesta adaptativa de nuestro sistema que podría explicar mejor un psicólogo, pero creo que el concepto base lo entendemos todos.
Con esto quiero expresar que no basta un encuentro con el Señor, por muy intenso que sea. Uno no vive una Pascua que le transforma y luego se tumba a la bartola a esperar pensando que está todo hecho. Necesitamos amor en dosis continuas. Nuestra fe es dinámica.
Dios no quiere personas paralizadas: “Levántate, toma tu camilla y anda” (Jn 5). La comodidad puede volvernos estáticos y corremos el riesgo de que haga desaparecer nuestro amor por Dios. Por suerte el suyo por nosotros no desaparece nunca, así que no dejemos de buscarle. Quiere que le encontremos. Y cuando nos parezca que le perdemos de vista en nuestra vida diaria, no dudemos en pedir ayuda. Vale la pena.
“El Señor dijo: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, habríais dicho a este sicómoro: Arráncate y plántate en el mar, y os habría obedecido.” (Lc 17). Imaginad de qué seríamos capaces si nuestra fe se correspondiera en tamaño a la Sagrada Familia. ¡Podríamos revolucionar el mundo! Un gran templo (que me perdonen los historiadores de arte) solo tiene razón de existir si se corresponde con una gran fe.
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