Es la clave de la espiritualidad dominicana: lo divino es inseparable de lo humano; sólo rastreando en los pasos de la humanidad podemos vislumbrar el paso de Dios revelado en Jesucristo. Los jóvenes atraídos por nuestro carisma se mueven hoy en una situación cultural líquida y compleja, pero también apasionante. Por doquier y alborotadamente brotan nuevos signos del Espíritu que nos sacan de la instalación y nos abren horizontes nuevos. Es oportunidad para que interpretemos la nueva realidad conscientes de que nada humano es para nosotros ajeno. En esta clave de la encarnación sugiero a los jóvenes dominicos tres vertientes que van muy unidas.
Mirar con el corazón. El mirar de Dios es amar. Debemos participar de esa mirada divina que se transparentó en las miradas de Jesús. Necesitamos ser contemplativos. No sólo de ojos cerrados porque Dios se revela “del alma en el más profundo centro”. También contemplativos de ojos abiertos, pues todas las personas y toda la realidad tiene su fundamento y consistencia en Dios “con-nosotros”. Aunque no todo lo que sucede en el mundo y en nosotros sea querido por Dios, todo sucede en Dios y podemos encontrarle incluso en las situaciones más sombrías.
No arrancar violentamente las malas hierbas. En el mundo, del que la Iglesia es parte, brotan al mismo tiempo el trigo y la cizaña. La reacción inmediata es la intolerancia: arrancar de cuajo las plantas dañinas para que crezcan rápidamente y sin estorbo los tallos de trigo. Pero la recomendación de la parábola evangélica parece más razonable. Trigo y cizaña crecen juntos y hay peligro de que al arrancar la cizaña también arranquemos el trigo. En el mundo. del que la Iglesia es parte, hay verdades y valores aunque a veces envueltos por la mentira y el destrozo de la humanidad. Por eso hay que discernir para que, soportando lo inhumano, vislumbremos y apoyemos lo nuevo que quiere nacer. Como dice la flor al Principito: “es preciso soportar las dos o tres orugas, si quiero conocer las mariposas”
Mirar confiadamente al porvenir. En una sociedad cada vez más emancipada de lo religioso y más plural, cuando la Iglesia busca trabajosamente una nueva presencia pública, sobran los profetas de calamidades que sólo auguran un futuro con nubarrones y desastres: hambre, paro, guerras, envejecimiento y muerte. En la encarnación Dios ha hecho suyo el destino de nuestra historia que, ocurra lo que ocurra, finalmente no fracasará. El futuro ya está habitado por una presencia de amor. Animados por esa presencia que ya nos sostiene mientras vamos caminando, podemos abrirnos al porvenir construyéndolo en nuestro compromiso por un mundo más justo y más fraterno.
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