«Aquella tarde del 13 de abril de 1737 estaba el criado de Georg Friedrich Händel entregado a la más singular de las ocupaciones ante la abierta ventana del piso bajo de la casa de Brook Street, en Londres. Acababa de descubrir con disgusto que se le había terminado el tabaco, y aunque le hubiera bastado cruzar dos calles para hacerse con nueva picadura en la tabaquería de su amiga Dolly, no se atrevía a salir de casa por miedo a la irascibilidad de su dueño y señor». Así comienza uno de los relatos recogidos por el escritor austríaco Stefan Zweig (1881-1942) en su libro Momentos estelares de la humanidad: catorce miniaturas históricas. A medio camino entre el relato histórico, el ensayo y la ficción, esta sublime obra agrupa una selección de instantes cruciales de la humanidad, que marcaron un antes y un después en el transcurso de nuestra historia.
La narración continúa describiendo el ambiente de la casa del señor Händel («… allí atronaba el clavicordio en plena noche, y se oía gritar y sollozar a las cantantes cuando el violento alemán las hacía objeto de tremendas amenazas, por haber dado una nota demasiado alta o excesivamente baja»), sucediendo de improviso algo inesperado: Händel cayó agonizante al suelo, quedando allí tendido como muerto. Christopher Schmidt, el amanuense del maestro, salió corriendo a pedir auxilio, llegando poco después acompañado por el doctor Jenkins, quien le diagnosticó una apoplejía: su lado derecho estaba completamente paralizado. El compositor se sentía sin fuerzas, como si la vida le hubiera abandonado. Pasados unos meses, al médico se le ocurrió aconsejar que llevaran al músico al balneario de Aquisgrán, por si las aguas termales pudieran proporcionarle alguna mejoría. Aquel gran hombre no se daba por vencido: quería vivir todavía, aún quería crear, y esta voluntad indomable obró el milagro en contra de las leyes de la naturaleza. Durante seis semanas tomó largos baños calientes y, poco a poco, en contra de todo pronóstico, Händel fue recuperando paulatinamente la movilidad de su cuerpo; de hecho, hasta terminaría tocando el órgano para un sorprendido público.
Hasta aquí este episodio nos hace reflexionar sobre varias cosas, pero pienso que la más importante es la que nos enseña a ser conscientes de cómo no siempre podemos tener el control de nuestras situaciones; los planes de Dios muchas veces nos pillan desprevenidos. En última instancia, la cuestión está sobre todo relacionada con el hecho de que el Señor es capaz de sacar bien del mal en nuestras vidas (en este caso concreto, a partir de la privación del movimiento de uno mismo, de la propia impotencia personal). Y es que estos acontecimientos, intrínsecamente malos en un primer momento, finalmente tuvieron una consecuencia positiva: Händel se vio renacido, como resucitado; es más, sus ánimos se vieron reforzados con creces, e incluso podríamos intuir que su arduo carácter llegó a cambiar notablemente. Pero ahí no acaba el asunto…
En el libro de Zweig se continúan relatando diversos acontecimientos, entre los que desgraciadamente vuelven a sobresalir las penurias («… le acosan los acreedores, se burlan de él los críticos, calla con indiferencia el público…»). El maestro Händel comienza nuevamente a desconfiar de sí mismo y del propio Dios: «Una vez más ha terminado todo. Y en su absoluto desconcierto sabe, o cree saber, que el fin es definitivo. ¿Para qué le había permitido Dios resucitar de su enfermedad si los hombres volvían a enterrarlo?». Busca consuelo en las tabernas, pero, en palabras del propio autor, «al que conoció la elevada y pura embriaguez de la creación artística le repugna la torpe embriaguez del alcohol»; también lo intenta en las iglesias, pero no logra desvanecer su abismal vacío interior. Esto también nos pasa a nosotros bastante a menudo: volvemos a desconfiar de Cristo, de su providencia, y nos queremos valer por nosotros mismos; no en vano, la tristeza (en cuanto desesperación) puede volvérsenos un impedimento realmente considerable…
Sin embargo, un buen día (antes del 22 de agosto de 1741), cuando nuestro personaje volvía a su casa, vio de pronto en su escritorio un misterioso sobre, que resultó contener una carta de Charles Jennens, poeta amigo suyo que había escrito el libreto de alguno de sus oratorios. Jennens le pedía que musicalizara una serie de textos bíblicos, pero en un primer momento el obstinado Händel se hundió más todavía en su debilidad, convencido de que su inspiración musical no daría fruto nunca más; su crisis vocacional era verdaderamente honda. No obstante, finalmente se decidió a hojear el manuscrito: vio que era un texto destinado a otro oratorio, El Mesías; ya desde la primera hoja conmovió al maestro Händel (el Mesías lo estaba llamando…). A medida que iba pasando las hojas, se iba sintiendo cada vez más identificado con los textos, con la profunda realidad que encerraban; ciertamente, Dios le estaba hablando a través de esas palabras. Mientras experimentaba este renacimiento, nuevas melodías le iban invadiendo de pies a cabeza, y se dejaba sorprender por lo que la palabra le iba sugiriendo: «Solo el que ha sufrido mucho conoce lo que es la alegría; solo el que ha sido probado intuye el bien supremo de la gracia. A él le incumbe ahora dar fe de su resurrección ante los hombres como consecuencia de haber sufrido el dolor de la muerte moral»; «Transformar en eternidad lo que de mortal y transitorio había en la palabra valiéndose de la belleza y de la exaltación». El clímax, sin duda alguna, fue alcanzado al llegar al punto culminante: el que sería el coro del «Aleluya». Zweig describe así ese momento: «¡Sí, había que extraer de esta palabra la expresión de agradecimiento que llegara hasta el Creador del universo! Händel se encontraba en un estado tal de místico fervor que las lágrimas empañaban sus ojos. Faltaba todavía leer la tercera parte del oratorio. Pero después de este “¡aleluya, aleluya, aleluya!” no acertaba a seguir».
Este estado, que, aunque desde la psicología lo considerarían hipomaníaco, nosotros, dando un paso más, lo podríamos calificar en efecto de inspiración divina, le duró al compositor unas tres semanas, durante las cuales apenas comía ni dormía —de hecho, el criado, muy a su pesar, se vio obligado a rechazar todas las visitas—. El genial compositor terminó de crear su magnífica obra un 14 de septiembre; el manuscrito constaba de 259 páginas. Providencialmente, Händel se había curado de nuevo en cuerpo y alma: se encontraba sano como nunca, y con unas indescriptibles ganas de vivir. Su espíritu se había visto levantado por el del Resucitado.
Si bien es verdad que en esta narración de Stefan Zweig hay elementos de su propia cosecha, no es menos cierto que hay datos históricos contrastables que atestiguan muchos de estos sucesos, de los cuales destacamos el hecho de que Händel logró componer su obra cumbre en un período de tiempo sorprendentemente breve (24 días), sin menoscabo ninguno en su calidad musical ni artística, y que se ha convertido en una auténtica referencia de la música sacra, inspirando asimismo a miles y miles de personas desde su glorioso estreno el 13 de abril de 1742 en Dublín. Desde una óptica creyente, este oratorio, además de fascinar por su valor estético, adquiere un nuevo y superior alcance: una dimensión teológico-espiritual, pues quien asiste a una representación de El Mesías puede verdaderamente experimentar la presencia del Dios vivo, de Jesús resucitado; esta obra es toda ella una auténtica oración musical.