Se acabó el Campo de Trabajo. Otro año más, dijimos a nuestra querida casa de Siena adiós, hasta el año que viene. Los coches aparcados junto a la entrada salieron por la verja para devolvernos a Madrid, Sevilla, Pamplona, Requena, Oviedo, Valencia, A Coruña, Barcelona, Sagunto, Córdoba… Ya no oiremos la dichosa campanilla cada mañana, recordándonos que el día acaba de empezar y que queda mucho por hacer. Ya no nos reuniremos en el patio de la casa para hacer una breve oración y desearnos mucha suerte en los voluntariados. No habrá más partidos de vóley en la piscina, ni abrazos por doquier. Pero, ¿significa eso que todo, absolutamente todo, ha acabado? No lo creo.
Experiencias como la que hemos vivido estos quince días en esta casa de Armilla, cerca de Granada, no terminan así como así. He de decir que yo llegué algo más tarde que el resto de mis compañeros al Campo de Trabajo. Mientras me iba acercando a Siena a base de taxis, transbordos y carreras por estaciones de tren, me preguntaba cómo sería esta vez. ¿Tendría que aprenderme miles de nombres? ¿Llegaría cuando todos fuesen amiguísimos y me costaría más encajar? Por suerte, las dudas se disiparon en cuanto pasé unas cuantas horas en la casa de Siena. Ahí todos éramos una gran familia, en la cual todo aquel que llegaba era recibido con un cariño incondicional. Esa es, sin lugar a dudas, la magia del Campo, que surte efecto siempre que nos reunimos.
Con gran entusiasmo, nos lanzamos a las actividades de voluntariado que el Campo ofertaba. Cada mañana, dos coches partían al Centro que la Fundacion Docete Omnes tiene en La Zubia, donde acompañaban y ayudaban en su día a día a personas con diversas enfermedades y discapacidades mentales. Fue la opción más popular este año, desbancando al voluntariado de Almanjáyar, que otros años había sido el más atractivo para quienes vivían su primer Campo de Trabajo.
La parroquia de Jesús Obrero, del barrio granadino de Almanjáyar, también recibió la visita de algunos de nuestros voluntarios, que si bien eran menos que otros años, volvían a casa contagiados de ese inagotable entusiasmo infantil de los niños a los que acompañaban, siempre con alguna anécdota, o alguna nueva canción que habían aprendido. El Hospital San Juan de Dios también recibió con los brazos abiertos a cinco de nuestros voluntarios, que llevaban a cabo diversas actividades en este centro: colaborar con el Banco de Alimentos, visitar a los pacientes, atender el ropero, el comedor social… Otros jóvenes optaron por asistir a los talleres que Cáritas ofrece para mujeres en riesgo de exclusión social; volvieron de ahí muy satisfechos, llenos de lecciones sobre la fortaleza y la superación. Cuatro de nosotros decidimos ir a un centro llamado Oasis. Este es un lugar muy especial, en el que se brinda a ancianos con hijos discapacitados la posibilidad de residir ahí como una familia, con la seguridad de que, el día que ya no estén, sus hijos tendrán a quien los cuide.
Quienes fuimos a Oasis, nos acercamos a estas personas con la mejor intención, con un deseo sincero de ayudar en todo lo que pudiéramos. Pero al final, como suele pasar en estos casos, lo que nos llevamos fue mayor que lo que dimos. Aún sonrío al recordar el entusiasmo con el que Toñi nos esperaba en la cafetería todas las mañanas, siempre deseosa de acercarse a nosotros a contarnos algo con una gran sonrisa en su boca y en sus ojos; o como se iluminaba la cara de Mª Ángeles al comprobar que habíamos intentado aprender algo de lengua de signos para comunicarnos con ella; las sonrisas, algunas conscientes, otras más bien ausentes, con las que los usuarios nos recibían cada mañana; la alegría que vivimos todos el día en el que, con más entusiasmo que afinación, los voluntarios ofrecimos un pequeño concierto a los usuarios de Oasis.
Bernardo, Leire, Raquel y yo aún nos estremecíamos mientras recordábamos el testimonio de Gloria. Durante una de aquellas mañanas en Oasis, esta mujer de 57 años nos había confesado que se encontraba en una silla de ruedas debido a los malos tratos de su ex pareja. Ante una historia como esa, ¿qué cara pones? ¿Qué consuelo puedes ofrecer? Solo quedaba consolar a esta mujer en lo posible, y admirarla por lo fuerte que era, por seguir viva, por resistir incluso cuando los médicos no le daban muchas esperanzas, por no dejar de buscar un amor que trajese consigo el respeto y la libertad.
Sin embargo, no todos los testimonios eran tristes, también pudimos extraer enseñanzas positivas, inspiradoras, como la de Ángel: “Cuando viajes por el mundo, te darás cuenta de que está lleno de buenas personas”, nos decía este señor de 94 años cuando nos reuníamos con él en la cafetería.
Vivimos muchos momentos así en el voluntariado, pero las horas que pasamos en la casa, con el resto de jóvenes venidos de todas las puntas del país, fue algo más intenso si cabe. Desde fuera, puede parecer irreal que se dé ese clima de comunidad, de familia, en un grupo de 35 personas de distintos sitios, cada una con una “mochila” diferente a cuestas, con unas ideas, un pasado… Pero así son las cosas. Todo ha contribuido a crear unos sólidos lazos de Amor Fraterno, aquellos que Jesús predicaba, algo que nosotros aspiramos a vivir. Los momentos de oración suponían un acercamiento a Dios, y también a nuestros compañeros (esos apretones de manos al final de cada Padrenuestro, que queríamos que nunca acabaran; esa forma de darse la paz con un abrazo fuerte y sincero). También ayudaron a crear comunidad, a “hacer piña”, las salidas por Granada, la visita a la Alhambra, o la reunión con las dominicas de clausura, que siempre tienen dispuesta para nosotros una mesa llena de delicias. Incluso la “Noche del Terror” que algunos de nosotros organizamos fue una oportunidad para reforzar esos lazos (¡aunque el susto que se llevaron unos cuantos no se lo quitó nadie!).
¡Y qué decir de las noches! Porque después de un duro día de voluntariado, talleres y tareas de limpieza, a los jóvenes dominicos aún nos quedaban fuerzas para sacar unas sillas al descampado que rodea la casa de Siena, ponernos un círculo y filosofar sobre la vida, o jugar a cualquier juego, y eso hace mucha piña.
Cuando lo hablábamos entre nosotros, no podíamos creer que aquellas dos alucinantes semanas llegaran a su fin. “Parece que fue ayer cuando llegamos” comentábamos entre nosotros, “y a la vez, es como si lleváramos meses aquí, y no dos semanas”. Pero toda la magia tiene que acabar en algún momento, y llegó el momento de las despedidas: los abrazos, las lágrimas, los adioses, los hasta luego, los “a ver si nos vemos en los encuentros de octubre”… Incluso nos pusimos en corro, alrededor de Fermín y su guitarra, para entonar por última vez la canción del campo (la “oficial”, Vivir de Ruah, porque la otra, Baila de Esteman, ya nos cansamos de ponerla en la fiesta de la noche anterior).
Al final, partieron los coches, y la casa de Siena quedó, otro año más, desierta. Suena desolador, pero no lo es tanto, porque lo que ganamos es mayor que lo que perdimos: ganamos una familia, una comunidad en la que Dios se hizo presente, un vínculo de amor y amistad que nos une, aunque cada uno, como dijo una tarde Maitane, “sea de una punta”.