El huevo entero, con la yema (con la “llema”) y la clara, sin cáscara, por supuesto (pero sí con los errores, como la vida misma). Así es como aprendí hacer una mayonesa:
Renunciando a ella muchos años de cocina hasta que un día un amigo me explicó que no sólo se echaba la yema, como yo siempre hacía, sino también la clara, añadiendo aceite, sal y un toque de limón, y que si quería, por lo menos él sí que lo hacía, también le echara medio diente de ajo. Y me visitaron débiles rayos de admiración infantil ante el desvelo de lo simple, iluminando con sus ingenuos rayos todo el resto de la mañana de un nuevo día que pronosticaba rutina. Se me reveló que lo fragmentado inevitablemente se corta, que necesita de la inclusión de todo lo suyo para que espese y vaya tomando cuerpo, y pase de receta a guiso, de uno a unidad, de comunidad a comunión. Uno es identidad a medias, necesita de su negatividad para llegar a ser Unidad, mayonesa sin cortar. Como el cuadro necesita de la pared para ser pintura, la vida también de la muerte para encontrar su sentido, la identidad, necesita de todo aquello que no comparte, lo que no le es propio, el afuera de su intimidad deviniendo in-identidad, estrella resuelta en la epifanía del menos yo (–yo). Porque una identidad basada en el yo, en la búsqueda de respuestas a preguntas dadas tanto de dentro como de fuera, y no en la admiración por preguntarse, nos lleva al trasformamiento constante, a ser uno encima de otro, y otro otro encima, y otro….
En la búsqueda fatigosa de nuestros cuerpos agotados de una y otra identidad, pesa sobre nuestras espaldas la evaluación del disfraz que corresponde a cada una, en controles dirigidos de uno hacia sí mismo, materializados en exámenes de conciencia mimética con preguntas de cómo nos ven los demás. Y no tanto por la necesidad de ser, de qué somos, y por qué somos, aún en secreto, reproduciendo una falsa identidad en la obstinada transparencia, que necesita de la aprobación de los demás, del tan sobrestimado sentido común. No es que me sienta mujer, sino que necesito que los demás me vean como tal para llegar a serlo, y al realizarme en esa nueva identidad estaré obligado a interpretar de mujer en respuesta a esa necesidad de aprobación por el resto, y en ese afán seré más que una mujer: super-mujer; si necesito que los demás me consideren de cualquier nación representaré el papel de un nacionalista, seré super-nacional; si me deseo es que los demás me vean como cristiano, no hay duda, me travestiré de identidad cristiana y seré super-cristiano.
La cuestión salta a la vista, la mezcla se corta, pues el tema que nos interesa no es ser, sino la interpretación del ser, echando sólo la yema y excluyendo la clara. Qué interés tiene la verdad, sino interpretarla como actores de tantos relatos corregidos como operados. Buscando nuevos papeles de diferencia caemos bajo el terror de lo igual; transformadas en prólogos nuestras propias historias vivas, las que son inalcanzables, ahora muertas en positivismo sin fracasos que las salve. Que por in-identidad hablen las cruces, y que su voluntad venga siempre de fuera, porque sin pérdida, sin su bautismo en la circuncisión de nuestra amada identidad, no favorecemos la pobreza, espíritu del Reino.